
Evoco aquellas noches furtivas en las que, mintiendo a mi mujer, no volvía a casa a dormir. A ella no la quería y "la otra" me hacía vivir, por algunas horas, pequeños retazos de lo que podría haber sido la felicidad, en retales de otra vida posible, dosis donde se mezclaban lo prohibido y lo placentero… lo mejor a obtener. Hice una elección en su día y soy consciente del precio que pagué por el error. Tomé el camino más fácil, como siempre, como todo lo que he hecho en mi vida. La senda menos arriesgada, porque siempre he sido cobarde y enemigo de las emociones magnificadas en un sentido o en el otro. Recuerdo que en mi adolescencia, tendría yo como quince años, mi padre me dijo hablándome con un tono diferente al que había utilizado antes conmigo:
- Chaval, se te está acabando el tiempo de las bromas, ahora te empieza la vida.
Ese mismo día me regaló la corbata que me puse el domingo siguiente para ir a comer a casa de mis tíos. A partir de ese momento me convertí en la recreación del aburrimiento y la mediocridad que he sido para los restos.
*
Era diferente y descarada. Me gustó desde su primera palabra y le propuse salir juntos “como novios”, como se hacía entonces. Tendríamos una relación formal con todas sus consecuencias. Lo hice porque sabía que me iba a decir que no, porque, en el fondo, temía a esa mujer. A veces pensaba que era como el tabaco, que me podía gustar mucho al principio, luego llegar a habituarme a ella, pero que, al final, me haría pagar de alguna manera, y con algún desastre, su consumo prolongado. Además, y esa era en realidad la razón principal, a mi familia no le gustaba por una razón de peso: tenía fama de ser, lo que se llamaba entonces, una persona excesivamente liberal, "demasiado moderna", que decían ellos.
Me casé con una mujer muy recta. Ella pensaba que estaba de acuerdo con los tiempos y decía que en una casa las decisiones debían ser todas compartidas. Así empezó a dirigirme poco a poco, a anularme a mí que, con mi carácter ya débil, venía de una familia donde los hijos éramos como alumnos de una escuela con normas rígidas. Antes sólo me podía dirigir a mi padre pidiéndole permiso para hablar, era inconcebible iniciar una conversación sin decirle “¿Padre, le puedo decir una cosa?”, para que él te mirara de arriba abajo con una descalificación previa estampada en los ojos y te diera el visto bueno. Ahora ella me concedía permisos tácitos en los que yo intentaba (infructuosamente) convencerla sin que hubiera en su rostro ninguna expresión reprobatoria. Bueno… en realidad sería más correcto decir que no había expresión alguna en su faz, salvo esa frialdad que la acompañaba siempre en esos (y otros) momentos.
Mi matrimonio era una rutina propia de una planificación, de un ministerio. Ella era funcionaria. Mis tareas eran pasar el aspirador los sábados, pasear al perro cada día, el mantenimiento del piso, y trabajar, claro está. Para ella el sexo era muy importante en una pareja, se había preocupado de ponerse al corriente con profusa literatura y parecía un manual. Habría sido una digna guionista de pornografía sofisticada si se lo hubiera propuesto, pero la ternura no la conocía.
Desde mi boda había flirteado dos veces, en el trabajo, con secretarías mucho más jóvenes que yo. Siendo el segundo de a bordo en una empresa mediana, eso era sencillo. Las deslumbraba con el dinero, las llevaba a cenar a mi ruta particular de los cuatro o cinco restaurantes más caros de la provincia, les hacía regalos caros… a la segunda incluso le llegué a pagar un apartamento durante casi un año. Me enamoraba muy fácilmente, lo hacía de todas las mujeres presentables de mi entorno cercano. Las amaba unos días, unas semanas o como máximo unos meses. Les prometía todo, sin mentir, porque sinceramente pensaba en dárselo, hasta que llegaba el momento en que el miedo a perder lo establecido, imaginándome la sucesión de quebraderos de cabeza y de inconvenientes que me implicaría el abandonar a mi digna esposa, me paralizaba. La imagen de mis padres, de mis vecinos, de mi hijo, de los amigos señalándome con el estigma de la culpa, me asustaba, rompía con todo y, durante un tiempo, me encerraba en casa sin hablar con nadie, sólo con mi perro en mis largos paseos nocturnos.
No quería a mi mujer ni a mi hijo, como no había querido ni a mis padres ni a mis hermanos. Me sentía bien por mi posición social y para recrearme me entretenía pensando en amigos míos de mi edad, o de mi promoción en la universidad, que no habían alcanzado mi estatus ni de lejos. Pero sentía asco de mí mismo por no haber sido nunca valiente. Me sentía menos hombre que los demás, como cuando en alguna situación violenta, siendo yo un niño, temía siempre que los otros chavales me pegaran. Temía el dolor físico como el disturbio de lo cotidiano, pero al mismo tiempo, para completar mi repugnante retrato, mentía y, a escondidas, buscaba bosquejos de satisfacciones que “legalmente” no me estaban permitidas.
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Y un día me reencontré con “la otra”.
Hacía años que se había separado y ahora volvía a estar sola. Con ella desplegué todo mi arsenal habitual, el que había aprendido con el tiempo. No fui tan vulgar como para vender, de puertas afuera, la historia de mi matrimonio fracasado y sus consecuencias fatales en mí, eso no lo haría ni con ella ni con nadie. Al contrario, me construí una personalidad casi feminoide, donde vivía abrumado por una mujer viciosa del sexo y de valores materiales. No tuve otra opción que enterrar mi sensibilidad durante los años de esa convivencia, y ahora, “al reencontrarte, he visto en tu ser un espejo donde reflejar mi alma”
Era guapa aún, pero había dejado de ser ingenua. Le insinué, con mi mejor piel de cordero, la posibilidad de mejorar su vida (ella siempre andaba mal de dinero) con la intención de repetir una jugada anterior y ponerle un piso. Mientras hacía mis tareas diarias, cada vez más mecánicas para mí, había repasado mil veces todo el plan. Para nuestro antiguo aniversario de adolescentes le iba a regalar un coche de segunda mano, y con eso, después de una cena de las de doscientos euros, me la iba a llevar por primera vez a pasar la noche conmigo a un hotel de la costa.
Quedé con ella en la cafetería de siempre, la de muy lejos de mi casa, con el coche aparcado a dos manzanas y con las llaves en el bolsillo. Llegó sonriente y feliz. Después de darme los besos de rigor… en las mejillas, empezó a contarme que se iba al sur, para quedarse.
Meses antes, durante la campaña electoral, ella había trabajado en el chiringuito de uno de los partidos de izquierdas. Allí había conocido a un profesional de la política, idealista, atrevido y alegre, como ella. Sin pensar en las puñaladas que me asestaba con sus palabras, a borbotones, me contaba maravillas del hombre, de lo consecuente que era con sus ideas, de su desprecio al dinero que podría ganar con otro tipo de vida (era publicista) a cambio de haber actuado durante toda su vida en consonancia con su conciencia y sin temor ni a los demás ni al fracaso.
- Es tan diferente a ti....
Se la escapó sin darse cuenta, y vio de golpe en mis ojos la herida que me había inferido con esa frase.
Me pasaron mil cosas por la cabeza. Pensaba una y otra vez que era un nuevo error para la lista de mi vida, pero no se me ocurrió nada mejor que decir.
- Pues yo te había comprado un coche, el tuyo lo tienes en la calle hace tres meses porque no puedes pagar la reparación, además no valía la pena...
- Tonto de mí -pensé- esta tía se larga y le estoy regalando tres mil euros de los que no voy a sacar ni medio polvo.
Inmediatamente mi mecanismo interno de jesuita me reprobó el devaneo y puse una sonrisa helada cuando oí:
- ¡Que bien, me irá de puta madre, no teníamos coche, él ni tiene carnet de conducir¡
Intenté todo tipo de maniobras ocultas y de golpes bajos para que se lo repensara los últimos días en que la pude ver antes de su marcha, pero sin ningún resultado. Regalos, cenas, salidas, declaraciones solemnes de haber visto en ella, al fin, la luz de mi vida... sólo consiguieron arrancar alguna sonrisa, sólo eso.
***
La llamo cada día, mientras paseo al perro, con el móvil de la empresa para que mi mujer no pueda nunca ver el número (en su día llegó a sospechar por comentarios de algún vecino), pero sólo en alguna contada ocasión me responde. Se que ahora es feliz pero yo no quiero que eso suceda: quiero que vuelva, aunque ella siempre haya odiado este lugar y a la gente de aquí. No la quiero y me da igual que sufra pero la necesito cerca para tener lo que, con todo mi dinero, no puedo comprar.
Eso sí, mañana es nuestro aniversario de no haber sido nunca novios y le volveré a enviar los mismos mil euros que le di el año pasado para sus compras. Quizá, si hay suerte, los reciba en algún momento de duda o de soledad por los múltiples viajes de su compañero y consiga hacerla titubear, vacilar, pensar en lo que podría hacer ella con mucho dinero, aunque unas horas a la semana tuviera que soportar mi decadente y aburrida compañía.
¡Más difícil es que te toque la lotería y siempre juego!
Pero, el lunes, tengo diez entrevistas para elegir mi nueva secretaria de dirección y esa apuesta sí que la tengo ganada de antemano.
La ventaja de apostar sólo a acertar el reintegro es que tienes muchas más posibilidades.
Elu
8 comentarios:
Fiel a ti misma, lías la madeja intrigante de manera obsesiva. Estás recogiendo lo que cosechaste en tu vida, algo en lo que no quería entrar, pues no fuiste fiel a nadie, ni siquiera al que fuera tu esposo o a tu hijo. No creo en la maldad consustancial de la persona, pero tu destierro actual te lo has ganado a pulso: a las alturas de tu vida no vas a cambiar.
Tampoco vas a aprender a escribir.
Arratsalde on.
IKER
Hay que ver, Iker, así que al final era algo personal...
Y dime, ¿lo tuyo es obsesión o simple mala leche?
Pues nada hombre, por mí puedes seguir soltando veneno que soy inmune, al menos al tuyo.
Y eso que no quiero pensar quién puedes ser, porque seguro que Iker no.
Agur
ELU
tch, tch. Mala cosa, el crítico literario se ha pasado al ensayo. Yo creo que tiene futuro escribiendo libros de autoayuda.
Sí, está ensayando cómo ser un cerdo acosador.
m, se me olvidaba, estupendo relato
Uys, se cruzan los mensajes...
Me alegra que tengas tan mal gusto.
Gracias... un día de estos te saco la punta.
Un beso
Iker debes ser un "hombre" con muy poquitos recursos, porque traer a un blog público asuntos privados, puedo calificarlo de muchas formas, pero como poco me parece... rastrero.
Eso si, lo que a ti te falta, le sobra a Elu, entre otras cosas coraje para afrontar lo que le venga, lo tienes tu para decirle de frente quien eres?...
Elu... como siempre genial, sigue FIEL a ti misma. Ah!! espero que ese billete de tren, ya este comprado;) (punta?)
Muxuk ;)
Buenos días, Chispitas...
Tenías que ser tú quien diera la calve... No sé si Iker es un hombre, entre otras cosas porque tiene (según me dijo ayer alguien muy especial) la mala leche de una mujer. Lo sea o no, lo que está claro es que intenta hacer daño, no a mí directamente, pero sí a través de vosotros, los lectores (y algunos amigos) Partiendo de eso, nunca dirá quien es, faltaría más...
De cualquier modo, estoy recibiendo recomendaciones que, aunque no sean lo que a mí me gustaría, al final, tendré que hacer caso:
Le taparé la boca (a ver si se muerde la lengua y se envenena)
Nosotros seguiremos más tranquilos sin gente de su clase: tan eruditos escritores... Seguiremos, digo, con nuestra escritura que es lo que es: una forma de contacto y de pasar el tiempo entre amigos.
Gracias por estar ahí.
Muxuk!
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